Contemplar con María la Misericordia de Dios

Salmo 50 (Miserere) 

BUSCADOR DE TEMAS.

 

María, Madre de misericordia,
cuida de todos para que no se haga inútil
la cruz de Cristo,
para que el hombre
no pierda el camino del bien,
no pierda la conciencia del pecado y crezca
en la esperanza en Dios,
«rico en misericordia»,
para que haga libremente las buenas obras
que El le asignó  y,
de esta manera, toda su vida sea
«un himno a su gloria» 

 

Demos gracias al Señor porque es eterna su Misericordia (Salmo 117)

 

La Misericordia de Dios por el hombre se comunicó al mundo mediante la Maternidad de la Virgen María

 

 

 

CATEQUESIS DEL PAPA JUAN PABLO II

EL PECADO DEL HOMBRE Y EL PERDÓN DE DIOS

 Audiencia General del miércoles 24 de octubre de 2001

HIMNO AL DIOS MISERICORDIOSO ELEVADO POR EL PECADOR ARREPENTIDO

Audiencia General del miércoles 8 de mayo de 2002

OH DIOS!  CREA EN MI UN CORAZÓN PURO Y RENUÉVAME  POR DENTRO CON ESPÍRITU FIRME

Audiencia General del miércoles 4 de diciembre de 2002

MISERICORDIA, DIOS MÍO!

Audiencia General del miércoles 30 de julio de 2003

MARÍA MADRE DE DIOS Y MADRE DE MISERICORDIA

Conclusión de la Encíclica "Veritaris Splendor" - 6 de agosto de 1993

EL PECADO DEL HOMBRE Y EL PERDÓN DE DIOS

SALMO 50 (Miserere)

3Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
4lava del todo mi delito,
limpia mi pecado.

5Pues yo reconozco mi culpa,
tengo siempre presente mi pecado:
6contra ti, contra ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces.

En la sentencia tendrás razón,
en el juicio resultarás inocente.
7Mira, en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre.

8Te gusta un corazón sincero,
y en mi interior me inculcas sabiduría.
9Rocíame con el hisopo: quedaré limpio;
lávame: quedaré más blanco que la nieve.

10Hazme oír el gozo y la alegría,
que se alegren los huesos quebrantados.
11Aparta de mi pecado tu vista,
borra en mí toda culpa.

12Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
13no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu.

14Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso:
15enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti.

16Líbrame de la sangre, oh Dios,
Dios, Salvador mío,
y cantará mi lengua tu justicia.
17Señor, me abrirás los labios,
y mi boca proclamará tu alabanza.

18Los sacrificios no te satisfacen:
si te ofreciera un holocausto, no lo querrías.
19Mi sacrificio es un espíritu quebrantado;
un corazón quebrantado y humillado,
tú no lo desprecias.

20Señor, por tu bondad, favorece a Sión,
reconstruye las murallas de Jerusalén:
21entonces aceptarás los sacrificios rituales,
ofrendas y holocaustos,
sobre tu altar se inmolarán novillos.

Queridos hermanos y hermanas:

1. Hemos escuchado el Miserere, una de las oraciones más célebres del Salterio, el más intenso y repetido salmo penitencial, el canto del pecado y del perdón, la más profunda meditación sobre la culpa y la gracia. La Liturgia de las Horas nos lo hace repetir en las Laudes de cada viernes. Desde hace muchos siglos sube al cielo desde innumerables corazones de fieles judíos y cristianos como un suspiro de arrepentimiento y de esperanza dirigido a Dios misericordioso.

La tradición judía puso este salmo en labios de David, impulsado a la penitencia por las severas palabras del profeta Natán (cf. Sal 50, 1-2; 2 S 11-12), que le reprochaba el adulterio cometido con Betsabé y el asesinato de su marido, Urías. Sin embargo, el Salmo se enriquece en los siglos sucesivos con la oración de otros muchos pecadores, que recuperan los temas del "corazón nuevo" y del "Espíritu" de Dios infundido en el hombre redimido, según la enseñanza de los profetas Jeremías y Ezequiel (cf. Sal 50, 12; Jr 31, 31-34; Ez 11, 19; 36, 24-28).

2. Son dos los horizontes que traza el salmo 50. Está, ante todo, la región tenebrosa del pecado (cf. vv. 3-11), en donde está situado el hombre desde el inicio de su existencia:  "Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre" (v. 7). Aunque esta declaración no se puede tomar como una formulación explícita de la doctrina del pecado original tal como ha sido delineada por la teología cristiana, no cabe duda de que corresponde bien a ella, pues expresa la dimensión profunda de la debilidad moral innata del hombre. El Salmo, en esta primera parte, aparece como un análisis del pecado, realizado ante Dios. Son tres los términos hebreos utilizados para definir esta triste realidad, que proviene de la libertad humana mal empleada.

3. El primer vocablo, hattá, significa literalmente "no dar en el blanco":  el pecado es una aberración que nos lleva lejos de Dios -meta fundamental de nuestras relaciones- y, por consiguiente, también del prójimo.

El segundo término hebreo es 'awôn, que remite a la imagen de "torcer", "doblar". Por tanto, el pecado es una desviación tortuosa del camino recto. Es la inversión, la distorsión, la deformación del bien y del mal, en el sentido que le da Isaías:  "¡Ay de los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz y luz por oscuridad!" (Is 5, 20). Precisamente por este motivo, en la Biblia  la  conversión  se indica como un "regreso"  (en  hebreo  shûb) al camino recto, llevando a cabo un cambio de rumbo.

La tercera palabra con que el salmista habla del pecado es peshá. Expresa la rebelión del súbdito con respecto al soberano, y por tanto un claro reto dirigido a Dios y a su proyecto para la historia humana.

4. Sin embargo, si el hombre confiesa su pecado, la justicia salvífica de Dios está dispuesta a purificarlo radicalmente. Así se pasa a la segunda región espiritual del Salmo, es decir, la región luminosa de la gracia (cf. vv. 12-19). En efecto, a través de la confesión de las culpas se le abre al orante el horizonte de luz en el que Dios se mueve. El Señor no actúa sólo negativamente, eliminando el pecado, sino que vuelve a crear la humanidad pecadora a través de su Espíritu vivificante:  infunde en el hombre un "corazón" nuevo y puro, es decir, una conciencia renovada, y le abre la posibilidad de una fe límpida y de un culto agradable a Dios.

Orígenes habla, al respecto, de una terapia divina, que el Señor realiza a través de su palabra y mediante la obra de curación de Cristo:  "Como para el cuerpo Dios preparó los remedios de las hierbas terapéuticas sabiamente mezcladas, así también para el alma preparó medicinas con las palabras que infundió, esparciéndolas en las divinas Escrituras. (...) Dios dio también otra actividad médica, cuyo Médico principal es el Salvador, el cual dice de sí mismo:  "No son los sanos los que tienen necesidad de médico, sino los enfermos". Él era el médico por excelencia, capaz de curar cualquier debilidad, cualquier enfermedad" (Homilías sobre los Salmos, Florencia 1991, pp. 247-249).

5. La riqueza del salmo 50 merecería una exégesis esmerada de todas sus partes. Es lo que haremos cuando volverá a aparecer en los diversos viernes de las Laudes. La mirada de conjunto, que ahora hemos dirigido a esta gran súplica bíblica, nos revela ya algunos componentes fundamentales de una espiritualidad que debe reflejarse en la existencia diaria de los fieles. Ante todo está un vivísimo sentido del pecado, percibido como una opción libre, marcada negativamente a nivel moral y teologal:  "Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces" (v. 6).

Luego se aprecia en el Salmo un sentido igualmente vivo de la posibilidad de conversión:  el pecador, sinceramente arrepentido (cf. v. 5), se presenta en toda su miseria y desnudez ante Dios, suplicándole que no lo aparte de su presencia (cf. v. 13).

Por último, en el Miserere, encontramos una arraigada convicción del perdón divino que "borra, lava y limpia" al pecador (cf. vv. 3-4) y llega incluso a transformarlo en una nueva criatura que tiene espíritu, lengua, labios y corazón transfigurados (cf. vv. 14-19). "Aunque nuestros pecados -afirmaba Santa Faustina Kowalska- fueran negros como la noche, la misericordia divina es más fuerte que nuestra miseria. Hace falta una  sola  cosa:   que  el  pecador entorne al menos un poco la puerta de su corazón... El resto lo hará Dios. Todo comienza  en  tu  misericordia y en tu misericordia acaba". (M. Winowska, El icono del Amor misericordioso. El mensaje de sor Faustina, Roma 1981, p. 271). 

HIMNO AL DIOS MISERICORDIOSO

 

 

En la celebración de los Laudes de los viernes se recita el Salmo 50, el más cantado y meditado, conocido como el «Miserere», el cual es un himno penitencial del pecador arrepentido al Dios misericordioso. El Salmista confiesa el propio pecado de modo directo y sin dudas, reconociendo claramente su culpa por haber roto su relación con Dios, violando su ley, rechazando su proyecto salvífico y cambiando el bien por el mal (Cf. Isaías 5, 20). A ello le sigue la decisión firme y radical de convertirse.

El mal anida en el corazón del hombre, es inherente a su realidad histórica y, por eso, es decisiva la petición de ayuda de la gracia divina: el poder del amor de Dios es superior al del pecado y, como indica san Pablo, «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Romanos 5, 20).

Queridos hermanos y hermanas:

1. Cada semana la Liturgia de los Laudes marca el viernes con el Salmo 50, el «Miserere», el Salmo penitencial más amado, cantado, y meditado, Himno al Dios misericordioso elevado por el pecador arrepentido. Tuvimos ya la oportunidad en una catequesis anterior de presentar el marco general de esta gran oración. Ante todo, se entra en la región tenebrosa del pecado para llevar la luz del arrepentimiento humano y del perdón divino (Cf. versículos 3-11). Se pasa después a exaltar el don de la gracia divina, que transforma y renueva el espíritu y el corazón del pecador arrepentido: es una región luminosa, llena de esperanza y confianza (Cf. versículo 12-21).

En nuestra reflexión de hoy, nos detendremos a hacer algunas consideraciones sobre la primera parte del Salmo 50 profundizando alguno de sus aspectos. Para comenzar, sin embargo, propondremos la estupenda proclamación divina del Sinaí, que supone casi el retrato del Dios cantado por el «Miserere»: «el Señor es el Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por millares, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes; que castiga la iniquidad de los padres en los hijos y en los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta generación» (Éxodo 34, 6-7).

2. La invocación inicial se eleva a Dios para alcanzar el don de la purificación de modo que, como decía el profeta Isaías, haga los pecados --que en sí mismos son semejantes a «la grana» o «rojos como el carmesí»--, «blancos como la nieve» y «como la lana» (Cf. Isaías 1, 18). El Salmista confiesa su pecado de manera clara y sin dudas: «Reconozco mi culpa... contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces» (Salmo 50, 5-6).

Entra, por tanto, en escena la conciencia personal del pecador, que se abre a percibir claramente su mal. Es una experiencia que involucra la libertad y la responsabilidad, y lleva a admitir que ha roto un lazo para construir una opción de vida alternativa a la Palabra divina. La consecuencia es una decisión radical de cambio. Todo esto está comprendido en ese «reconocer», un verbo que en hebreo no comprende sólo una adhesión intelectual, sino una opción de vida.

Es el paso que, por desgracia, no dan muchos, como advierte Orígenes: «Hay algunos que, después de haber pecado, se quedan totalmente tranquilos y no se preocupan por su pecado ni les pasa por la conciencia el mal cometido; por el contrario viven como si no hubiera pasado nada. Éstos no podrían decir: " tengo siempre presente mi pecado". Sin embargo, cuando tras el pecado uno se aflige por su pecado, es atormentado por el remordimiento, se angustia sin tregua y experimenta los asaltos en su interior que se levanta para rebatirlo, y exclama: "no hay paz para mis huesos ante el aspecto de mis pecados"... Cuando, por tanto, ponemos ante los ojos de nuestro corazón los pecados cometidos, los miramos uno por uno, los reconocemos, sonrojamos y nos arrepentimos por lo que hemos hecho, entonces, conmovidos y aterrados decimos que "no hay paz en nuestros huesos frente al aspecto de nuestros pecados"» («Homilías sobre los Salmos» --Omelie sui Salmi--, Florencia 1991, pp. 277-279). El reconocimiento y la conciencia del pecado es, por tanto, fruto de una sensibilidad alcanzada gracias a la luz de la Palabra de Dios.

3. En la confesión del «Miserere» se subraya un aspecto particular: el pecado no es concebido sólo en su dimensión personal y «psicológica», sino que es delineado sobre todo en su calidad teológica. «Contra ti, contra ti sólo pequé» (Samo 50, 6), exclama el pecador, a quien la tradición le dio el rostro de David, consciente de su adulterio con Betsabé, y de la denuncia del profeta Natán contra este crimen y el del asesinato del marido de ella, Urías (Cf. v. 2; 2 Samuel 11-12).

El pecado no es, por tanto, una mera cuestión psicológica o social, sino un acontecimiento que afecta a la relación con Dios, violando su ley, rechazando su proyecto en la historia, alterando la jerarquía de valores, «cambiando la oscuridad por la luz y la luz por la oscuridad» es decir, llamando «al mal bien, y al bien mal» (Cf. Isaías 5, 20). Antes de ser una posible injuria contra el hombre, el pecado es ante todo traición de Dios. Son emblemáticas las palabras que el hijo pródigo de bienes pronuncia ante su padre pródigo de amor: «Padre, he pecado contra el cielo --es decir contra Dios-- y contra ti» (Lucas 15, 21).

4. En este momento, el Salmista introduce otro aspecto, ligado más directamente a la realidad humana. Es la frase que ha suscitado muchas interpretaciones y que ha sido relacionada con la doctrina del pecado original: «Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre» (Salmo 50, 7). El que reza quiere indicar la presencia del mal en el interior de nuestro ser, como es evidente en la mención de la concepción y del nacimiento, una manera de hacer referencia a toda la existencia, comenzando desde su origen. El Salmista, sin embargo, no relaciona formalmente esta situación con el pecado de Adán y Eva, es decir, no habla explícitamente de pecado original.

De todos modos, queda claro que, según el texto del Salmo, el mal se anida en las profundidades mismas del hombre, es inherente a su realidad histórica y por este motivo es decisiva la petición de la intervención de la gracia divina. La potencia del amor de Dios es superior a la del pecado, el río destructor del mal tiene menos fuerza que el agua fecundante del perdón: «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Romanos 5, 20).

5. De este modo, se evocan indirectamente la teología del pecado original y a toda la visión bíblica del hombre pecador con palabras que dejan al mismo tiempo entrever la luz de la gracia y de la salvación.

Como tendremos la oportunidad de descubrir en el futuro al volver a meditar sobre este Salmo y sus versículos sucesivos, la confesión de la culpa y la conciencia de la propia misericordia no acaban en el terror o en la pesadilla del juicio, sino más bien en la esperanza de la purificación, de la liberación, de la nueva creación.

De hecho, Dios nos salva «no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador» (Tito 3, 5-6).

OH DIOS!  CREA EN MI UN CORAZÓN PURO

 

Recordad que Cristo os envuelve incesantemente en su amor misericordioso

"…Fuera de la misericordia de Dios, no existe otra fuente de esperanza para el hombre...”. “...Con los ojos del alma deseamos contemplar los ojos de Jesús misericordioso, para descubrir en la profundidad de esta mirada el reflejo de su vida, así como la luz de la gracia que hemos recibido ya tantas veces, y que Dios nos reserva para todos los días y para el último día...”

"…Pido a Dios que vuestra vida, vivida según esta exigente medida divina, represente un testimonio atractivo de la Misericordia en nuestro tiempo ...porque en todo tiempo se necesita el testimonio de hombres que vivan según las Bienaventuranzas...”. (Juan Pablo II, 23 de agosto de 2002).

Queridos hermanos y hermanas:

1. Cada semana la Liturgia de los Laudes presenta el Salmo 50, el famoso «Miserere». Nosotros lo hemos meditado ya en otras ocasiones en algunas de sus partes. También ahora nos detendremos de manera particular en una sección de esta grandiosa súplica de perdón: los versículos 12-16.

Es significativo, ante todo, constatar que, en el original hebreo, en tres ocasiones resuena la palabra «espíritu», invocado por Dios como don y acogido por la criatura arrepentida de su pecado: «Renuévame por dentro con espíritu firme... No me quites tu santo espíritu... Afiánzame con espíritu generoso» (versículos 12, 13, 14). Se podría decir --recurriendo a un término litúrgico-- que se trata de una «epíclesis», es decir, una triple invocación al Espíritu que, al igual que en la creación aleteaba por encima de las aguas (Cf. Génesis 1, 2), ahora penetra en el alma del fiel infundiendo una nueva vida e elevándola del reino del pecado al cielo de la gracia.

2. Los Padres de la Iglesia, con el «espíritu» invocado por el Salmista, ven aquí la presencia eficaz del Espíritu Santo. De este modo, san Ambrosio está convencido de que se trata del único Espíritu Santo que «enfervorizó a los profetas, que fue insuflado [por Cristo] a los apóstoles, que quedó unido al Padre y al Hijo en el sacramento del bautismo» («El Espíritu Santo» --«Lo Spirito Santo»-- I, 4, 55: SAEMO 16, p. 95).

La misma convicción es expresada por otros padres, como Dídimo el Ciego de Alejandría de Egipto y Basilio de Cesarea, en sus respectivos tratados sobre el Espíritu Santo (Dídimo el Ciego, «Lo Spirito Santo», Roma 1990, p. 59; Basilio de Cesarea, «Lo Spirito Santo», IX, 22, Roma 1993, p. 117 s.).

Y san Ambrosio, al observar que el Salmista habla de la alegría que invade al alma una vez que ha recibido el Espíritu generoso y potente de Dios, comenta: «El gozo y la alegría son fruto del Espíritu y el Espíritu Soberano es aquello sobre lo que nos cimentamos. Por ello, quien está revigorizado por el Espíritu Soberano no queda sometido a la esclavitud, no es esclavo del pecado, no es indeciso, no vaga por aquí y por allá, no duda en las decisiones, sino que, asentado sobre la roca, está firme y sus pies no vacilan» («Apología del profeta David a Teodosio Augusto», 15,72: SAEMO 5,129).

3. Con esta triple mención del «espíritu», el Salmo 50, después de haber descrito en los versículos precedentes la prisión oscura de la culpa, se abre al horizonte luminoso de la gracia. Es un gran cambio, comparable al de una nueva creación: como en los orígenes Dios había insuflado su espíritu en la materia y había dado origen a la persona humana (Cf. Génesis 2, 7), de este modo ahora el mismo Espíritu divino recrea (Cf. Salmo 50, 12), renueva, transfigura y transforma al pecador arrepentido, lo vuelve a abrazar (Cf. versículo 13), le hace partícipe de la alegría de la salvación (Cf. versículo 14). De este modo, el hombre, animado por el Espíritu divino, se encamina por la senda de la justicia y del amor, como se dice en otro Salmo: «Enséñame a cumplir tu voluntad, ya que tú eres mi Dios. Tú espíritu, que es bueno, me guíe por tierra llana» (Salmo 142, 10).

4. Una vez experimentado este renacimiento interior, el orante se transforma en testigo; promete a Dios «enseñaré a los malvados tus caminos» (Salmo 50, 15), de modo que puedan, como el hijo pródigo, regresar a la casa del Padre. Del mismo modo, san Agustín, después de haber recorrido los caminos tenebrosos del pecado, había experimentado la necesidad en sus «Confesiones» de testimoniar la libertad y la alegría de la salvación.

Quien ha experimentado el amor misericordioso de Dios se convierte en su testigo ardiente, sobre todo para quienes están todavía atrapados en las redes del pecado. Pensemos en la figura de Pablo, que, fulgurado por Cristo en el camino de Damasco, se convierte en incansable peregrino de la gracia divina.

5. Por último, el orante mira a su pasado oscuro y grita a Dios: «Líbrame de la sangre, oh Dios, Dios, Salvador mío» (versículo 16). La «sangre» a la que se refiere es interpretada de diferentes maneras en la Escritura. La alusión, puesta en labios del rey David, hace referencia al asesinato de Urías, el marido de Betsabé, la mujer que se había convertido en la pasión del soberano. En sentido más genérico, la invocación indica el deseo de purificación del mal, de la violencia, del odio siempre presentes en el corazón humano con fuerza tenebrosa y maléfica. Ahora, sin embargo, los labios del fiel, purificados por el pecado, cantan al Señor.

El pasaje del Salmo 50, que hemos comentado, termina precisamente con el compromiso de proclamar la «justicia» de Dios. El término «justicia» que, como sucede con frecuencia en el lenguaje bíblico, no designa propiamente la acción de castigo de Dios ante el mal, sino que indica más bien la rehabilitación del pecador, pues Dios manifiesta su justicia haciendo justos a los pecadores (Cf. Romanos 3, 26). Dios no busca la muerte del malvado, sino que desista de su conducta y viva (Cf. Ezequiel 18, 23).

MISERICORDIA DIOS MÍO!

 

El Salmo 50 invita a descubrir el mal que se esconde en el corazón humano y a invocar la purificación y el perdón de Dios. Él ve con buenos ojos al pecador arrepentido y éste exulta de gozo al sentirse perdonado. Consciente de su propia culpa, la reconoce humildemente, y así, el sacrificio del propio orgullo es ofrenda agradable a Dios. De este modo vuelve a alabar al Señor, su más firme esperanza y dador de la gloria que no se acaba.

Queridos hermanos y hermanas:

1. Es la cuarta vez que escuchamos, durante nuestras reflexiones sobre la «Liturgia de los Laudes», la proclamación del Salmo 50, el famoso «Miserere». De hecho, es presentado todos los viernes de cada semana para que se convierta en un oasis de meditación en cual descubrir el mal que se anida en la conciencia e invocar del Señor purificación y perdón. Como confiesa el Salmista en otra súplica, «no es justo ante ti ningún viviente», Señor (Salmo 142, 2). En el libro de Job se puede leer: «¿Cómo un hombre será justo ante Dios? ¿cómo puro el nacido de mujer? Si ni la luna misma tiene brillo, ni las estrellas son puras a sus ojos, ¡cuánto menos un hombre, esa gusanera, un hijo de hombre, ese gusano!» (25, 4-6).

Frases fuertes y dramáticas que quieren mostrar con toda seriedad el límite y la fragilidad de la criatura humana, su capacidad perversa para sembrar el mal y la violencia, la impureza y la mentira. Sin embargo, el mensaje de esperanza del «Miserere», que el Salterio pone en labios de David, pecador convertido, es éste: Dios «borra», «lava», «limpia» la culpa confesada con corazón contrito (Cf. Salmo 50, 2-3). Con la voz de Isaías, el Señor dice: «Así fueren vuestros pecados como la grana, cual la nieve blanquearán. Y así fueren rojos como el carmesí, cual la lana quedarán» (1,18).

2. En esta ocasión, nos detendremos brevemente en el final del Salmo 50, lleno de esperanza pues el orante es consciente de haber sido perdonado por Dios (Cf. versículos 17-21). Su boca está a punto de proclamar al mundo la alabanza del Señor, atestiguando de este modo la alegría que experimenta el alma purificada del mal y, por ello, liberada del remordimiento (Cf. versículo 17).

El orante testimonia de manera clara otra convicción, relacionada con la enseñanza reiterada por los profetas (Cf. Isaías 1, 10-17; Amós 5, 21-25; Oseas 6, 6): el sacrificio más grato que se eleva hasta el Señor como delicado perfume (Cf. Génesis 8, 21) no es el holocausto de toros o de corderos, sino más bien el «corazón quebrantado y humillado» (Salmo 50, 19).

La «Imitación de Cristo», texto sumamente querido por la tradición espiritual cristiana, repite la misma admonición del Salmista: «La contrición de los pecados es para ti sacrificio grato, un perfume mucho más delicado que el perfume del incienso... En ella se purifica y se lava toda iniquidad» (III, 52,4).

3. El Salmo concluye de manera inesperada con una perspectiva totalmente diferente, que parece incluso contradictoria (Cf. versículos 20-21). De la última súplica de un pecador se pasa a una oración en la que se pide la reconstrucción de toda la ciudad de Jerusalén, transportándonos de la época de David a la de la destrucción de la ciudad, siglos después. Por otra parte, tras haber expresado en el versículo 18 el rechazo divino de las inmolaciones de los animales, el Salmo anuncia en el versículo 21 que a Dios le agradarán estas mismas inmolaciones.

Está claro que este pasaje final es un añadido posterior de tiempos del exilio, que en cierto sentido quiere corregir o al menos completar la perspectiva del Salmo de David. Lo hace en dos aspectos: por una parte, no quiere que el Salmo se reduzca a una oración individual; era necesario pensar también en la situación penosa de toda la ciudad. Por otra parte, quiere redimensionar el rechazo divino de los sacrificios rituales; este rechazo no podía ser completo ni definitivo pues se trataba de un culto prescrito por el mismo Dios en la Torá. Quien completó el Salmo tuvo una válida intuición: comprendió la necesidad en que se encuentran los pecadores, la necesidad de la mediación de un sacrificio. Los pecadores no son capaces de purificarse por sí mismos; no son suficientes los buenos sentimientos. Se necesita una mediación exterior eficaz. El Nuevo Testamento revelará en sentido pleno esta intuición, mostrando que, con la entrega de su vida, Cristo ha realizado una mediación de sacrificio perfecto.

4. En sus «Homilías sobre Ezequiel», san Gregorio Magno comprendió bien la diferencia de perspectiva que se da entre los versículos 19 y 21 del «Miserere». Propone una interpretación que podemos hacer nuestra, concluyendo así nuestra reflexión. San Gregorio aplica el versículo 19, que habla de espíritu contrito, a la existencia terrena de la Iglesia, mientras que refiere el versículo 21, que habla de Holocausto, a la Iglesia en el cielo. Estas son las palabras de aquel gran pontífice: «La santa Iglesia tiene dos vidas: una en el tiempo y otra en la eternidad; una de fatiga en la tierra, otra de recompensa en el cielo; una en la que se gana los méritos, otra en la que goza de los méritos ganados. Tanto en una como en la otra vida ofrece el sacrificio: aquí el sacrificio de la compunción y allá arriba el sacrificio de alabanza. Sobre el primer sacrificio se ha dicho: «Mi sacrificio a Dios es un espíritu quebrantado» (Salmo 50, 19); sobre el segundo está escrito: «entonces aceptarás los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos» (Salmo 50, 21)… En ambos casos se ofrece la carne, pues aquí la oblación de la carne es la mortificación del cuerpo, mientras que allá arriba la oblación de la carne es la gloria de la resurrección en la alabanza a Dios. Allá arriba se ofrecerá la carne como holocausto, cuando transformada en la incorruptibilidad eterna, ya no se dé ningún conflicto ni haya nada mortal, pues perdurará totalmente encendida de amor por Él, en la alabanza sin fin» («Homilías sobre Ezequiel» 2, Roma 1993, p. 271).

MARÍA, MADRE DE DIOS Y MADRE DE MISERICORDIA

 

"... Al concluir estas consideraciones, encomendamos a María, Madre de Dios y Madre de Misericordia, nuestras personas, los sufrimientos y las alegrías de nuestra existencia, la vida moral de los creyentes y de los hombres de buena voluntad, las investigaciones de los estudiosos de moral.

María es Madre de Misericordia porque Jesucristo, su Hijo, es enviado por el Padre como revelación de la Misericordia de Dios (cf. Jn 3, 16-18). El ha venido no para condenar sino para perdonar, para derramar misericordia (cf. Mt 9, 13). Y la misericordia más grande radica en su estar en medio de nosotros y en la llamada que nos ha dirigido para encontrarlo y proclamarlo, junto con Pedro, como «el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Ningún pecado del hombre puede cancelar la Misericordia de Dios, ni impedirle poner en acto toda su fuerza victoriosa, con tal de que la invoquemos. Más aún, el mismo pecado hace resplandecer con mayor fuerza el amor del Padre que, para rescatar al esclavo, ha sacrificado a su Hijo: Su misericordia para nosotros es redención. Esta misericordia alcanza la plenitud con el don del Espíritu Santo, que genera y exige la vida nueva. Por numerosos y grandes que sean los obstáculos opuestos por la fragilidad y el pecado del hombre, el Espíritu, que renueva la faz de la tierra (cf. Sal 104 [103], 30), posibilita el milagro del cumplimiento perfecto del bien. Esta renovación, que capacita para hacer lo que es bueno, noble, bello, grato a Dios y conforme a su voluntad, es en cierto sentido el colofón del don de la misericordia, que libera de la esclavitud del mal y da la fuerza para no pecar más. Mediante el don de la vida nueva, Jesús nos hace partícipes de su amor y nos conduce al Padre en el Espíritu.

119. Esta es la consoladora certeza de la fe cristiana, a la cual ella debe su profunda humanidad y su extraordinaria sencillez. A veces, en las discusiones sobre los nuevos y complejos problemas morales, puede parecer como si la moral cristiana fuese en sí misma demasiado difícil: ardua para ser comprendida y casi imposible de practicarse. Esto es falso, porque -en términos de sencillez evangélica- ella consiste fundamentalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse a El, en el dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su Misericordia, que se alcanzan en la vida de comunión de su Iglesia.«Quien quiera vivir -nos recuerda san Agustín-, tiene en donde vivir, tiene de donde vivir. Que se acerque, que crea, que se deje incorporar para ser vivificado. No rehuya la compañía de los miembros». Con la luz del Espíritu, cualquier persona puede entenderlo, incluso la menos erudita, sobre todo quien sabe conservar un «corazón entero»(Sal 86 [85], 11). Por otra parte, esta sencillez evangélica no exime de afrontar la complejidad de la realidad, pero puede conducir a su comprensión más verdadera porque el seguimiento de Cristo clarificará progresivamente las características de la auténtica moralidad cristiana y dará, al mismo tiempo, la fuerza vital para su realización. Vigilar para que el dinamismo del seguimiento de Cristo se desarrolle de modo orgánico, sin que sean falsificadas o soslayadas sus exigencias morales -con todas las consecuencias que ello comporta- es tarea del Magisterio de la Iglesia. Quien ama a Cristo observa sus mandamientos (cf. Jn 14, 15).

120. También María es Madre de Misericordia porque Jesús le confía su Iglesia y toda la humanidad. A los pies de la Cruz, cuando acepta a Juan como hijo; cuando, junto con Cristo, pide al Padre el perdón para aquellos que no saben lo que hacen (cf. Lc 23, 34), María, en perfecta docilidad al Espíritu, experimenta la riqueza y universalidad del amor de Dios, que le dilata el corazón y le capacita para abrazar a todo el género humano. De este modo, se nos entrega como Madre de todos y de cada uno de nosotros. Se convierte en la Madre que nos alcanza la Misericordia Divina.

María es signo luminoso y ejemplo preclaro de vida moral:«la vida de ella sola es enseñanza para todos», escribe san Ambrosio, que dirigiéndose en particular a las vírgenes, pero en un horizonte abierto a todos, afirma:«El primer deseo ardiente de aprender lo da la nobleza del maestro. Y ¿quién es más noble que la Madre de Dios o más espléndida que Aquélla que fue elegida por el mismo Esplendor?». Vive y realiza la propia libertad donándose a Dios y acogiendo en sí el don de Dios. Hasta el momento del nacimiento, custodia en su seno virginal al Hijo de Dios hecho hombre, lo nutre, lo hace crecer y lo acompaña en aquel gesto supremo de libertad que es el sacrificio total de la propia vida. Con el don de sí misma, María entra plenamente en el designio de Dios, que se entrega al mundo. Acogiendo y meditando en su corazón acontecimientos que no siempre puede comprender (cf. Lc 2, 19), se convierte en el modelo de todos aquellos que escuchan la palabra de Dios y la cumplen (cf. Lc 11, 28) y merece el título de «Sede de la Sabiduría». Esta Sabiduría es Jesucristo mismo, el Verbo eterno de Dios, que revela y cumple perfectamente la voluntad del Padre (cf. Heb 10, 5-10).

María invita a todo ser humano a acoger esta Sabiduría. También nos dirige la orden dada a los sirvientes en Caná de Galilea durante el banquete de bodas:«Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5).

María condivide nuestra condición humana pero con total transparencia a la gracia de Dios. No habiendo conocido el pecado, está en condiciones de compadecerse de toda debilidad. Comprende al hombre pecador y lo ama con amor de Madre. Precisamente por esto se pone de parte de la verdad y condivide el peso de la Iglesia en el recordar constantemente a todos las exigencias morales. Por el mismo motivo, no acepta que el hombre pecador sea engañado por quien pretende amarlo justificando su pecado, pues sabe que, de este modo, se vaciaría de contenido el sacrificio de Cristo, su Hijo. Ninguna absolución, incluso la ofrecida por complacientes doctrinas filosóficas o teológicas, puede hacer verdaderamente feliz al hombre: sólo la Cruz y la gloria de Cristo resucitado pueden dar paz a su conciencia y salvación a su vida."

JUAN PABLO II -CONCLUSIÓN DE LA CARTA ENCÍCLICA "VERITATIS SPLENDOR" -  SOBRE ALGUNAS CUESTIONES FUNDAMENTALES DE LA ENSEÑANZA MORAL DE LA IGLESIA - 6 de Agosto de 1993

Letanía a la Divina Misericordia

Oh, Sangre y Agua que brota del Sagrado Corazón de Jesús, como una Fuente de Misericordia para nosotros: En Ti confío.

 

V Señor, ten misericordia de nosotros
R. Señor, ten misericordia de nosotros
V. Cristo, ten misericordia de nosotros
R. Cristo, ten misericordia de nosotros
V. Señor, ten misericordia de nosotros
R. Señor, ten misericordia de nosotros
V. Cristo, óyenos
R. Cristo, óyenos
V. Cristo, escúchanos
R. Cristo, escúchanos
V. Dios, Padre celestial
R. Ten misericordia de nosotros
V. Dios Hijo Redentor del mundo
R. Ten misericordia de nosotros
V. Dios Espíritu Santo
R. Ten misericordia de nosotros
V. Trinidad Santa, un solo Dios
R. Ten misericordia de nosotros

(A las siguientes invocaciones se responde: "Ten misericordia de nosotros")

1    Misericordia Divina, que brota del seno del Padre.
2.   Misericordia Divina, supremo atributo de Dios.
3.   Misericordia Divina, misterio incomprensible.
4.   Misericordia Divina, fuente que brota del misterio de la Santísima Trinidad.
5.   Misericordia Divina, insondable para todo entendimiento humano o angélico.
6.   Misericordia Divina, de donde brotan toda vida y felicidad.
7.   Misericordia Divina, más sublime que los cielos.
8.   Misericordia Divina, fuente de milagros y maravillas.
9.   Misericordia Divina, que abarca todo el universo.
10. Misericordia Divina, que baja al mundo en la Persona del Verbo Encarnado.
11. Misericordia Divina, que manó de la herida abierta del Corazón de Jesús.
12. Misericordia Divina, encerrada en el Corazón de Jesús para los pecadores.
13. Misericordia Divina, impenetrable en la institución de la Sagrada Eucaristía.
14. Misericordia Divina, en la institución de la Santa Iglesia.
15. Misericordia Divina, en el sacramento del Santo Bautismo.
16. Misericordia Divina, en nuestra justificación por Jesucristo.
17. Misericordia Divina, que nos acompaña durante toda la vida.
18. Misericordia Divina, que nos abraza especialmente a la hora de la muerte.
19. Misericordia Divina, que nos otorga la vida inmortal.
20. Misericordia Divina, que nos acompaña en cada momento de nuestra vida.
21. Misericordia Divina, que nos protege del fuego infernal.
22. Misericordia Divina, en la conversión de los pecadores empedernidos.
23. Misericordia Divina, asombro para los Ángeles, incomprensible para los Santos.
24. Misericordia Divina, insondable en todos los misterios de Dios.
25. Misericordia Divina, que nos rescata de toda miseria.
26. Misericordia Divina, fuente de nuestra felicidad y deleite.
27. Misericordia Divina, que de la nada nos llamó a la existencia.
28. Misericordia Divina, que abarca todas las obras de sus manos.
29. Misericordia Divina, corona de todas las obras de Dios.
30. Misericordia Divina, en la que estamos todos sumergidos.
31. Misericordia Divina, dulce consuelo para los corazones angustiados.
32. Misericordia Divina, única esperanza de las almas desesperadas.
33. Misericordia Divina, remanso de corazones, paz ante el temor.
34. Misericordia Divina, gozo y éxtasis de las almas santas.
35. Misericordia Divina, que infunde esperanza, perdida ya toda esperanza.

Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo,
- Perdónanos Señor.
Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo,
- Escúchanos Señor.
Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo.
- Ten misericordia de nosotros.

V. Las Misericordias de Dios son más grandes que todas sus Obras.
R. Por eso cantaré las Misericordias de Dios para siempre.

ORACIÓN

Oh Dios Eterno, en quien la misericordia es infinita y el tesoro de compasión inagotable, vuelve a nosotros Tu mirada bondadosa y aumenta Tu misericordia en nosotros, para que en momentos difíciles no nos desesperemos ni nos desalentemos, sino que, con gran confianza, nos sometamos a Tu santa voluntad, que es el Amor y la Misericordia Mismos. Amén" 

Santa Faustina Kowalska

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